El horror en la memoria

15/Jul/2014

La Voz del Interior

El horror en la memoria

El olor dulzón y nauseabundo se podía sentir a kilómetros. Siempre estaba ahí,
hiriendo la respiración y la conciencia. Subía al aire de la comarca por las ­chimeneas
de Auschwitz, que vomi­taban su siniestro humo día y noche; adentro, su vientre
de fuego devoraba sin descanso los rastros de la más grande infamia.
Edgar Wildfeuer sintió ese dolor en la nariz y en el
pecho durante cada uno de los días que pasó en el más célebre de los campos de
exterminio de judíos montado por los nazis en Polonia. Estuvo allí un año y fue
un cotidiano descenso al peor de los infiernos que la guerra trajo sobre la
tierra.
Acaso Edgar sólo tenía a su favor su juventud: el
instinto de las células frescas lo impulsaba a resistir cada día, a esperar un
mañana aunque pareciera imposible que al día siguiente pudiera salir el sol. A
su alrededor, había hombres llenos de dolor, separados de sus hijos, de sus esposas, hambreados, ­desesperados,
sometidos al despojo de su condición humana. Todos los días, impotentes frente
a su suerte y a la conciencia de lo que sucedía, algunos se arrojaban contra la
doble hilera de alambre electrificado que rodeaba a Auschwitz.
“Uno no puede elegir un recuerdo peor; todo está marcado
por cosas horribles. Siempre es doloroso recordar, pero cada vez, uno vuelve a
extrañarse de cómo pudo haber sobrevivido”. Hace casi una década, Edgar nos
decía estas palabras con una mirada tan calma y celeste como el cielo de
aquella tarde de sábado en Alta Córdoba.
Ahora, que ya tiene 90 años (los cumplió el 6 de mayo pasado),
está otra vez sentado en el sillón junto a Sonia Schulman, su
esposa, y por los ojos de ambos vuelve a pasar la sombra del horror. Los dos
son judíos sobre­vivientes del Holocausto, el que marcó la piel de la humanidad
casi en la mitad del siglo 20. Los únicos en Córdoba. Él, además, lleva aún en
su piel grabado el número 174.189 que le estamparon en Auschwitz.
–¿Sigue siendo difícil volver a contar lo que vivieron?
–(Edgar) Siempre es difícil, no ha dejado de ser así. Hay
que revivir cosas muy feas, volver a abrir heridas. Pero no dejo de dar
charlas, sobre todo en escuelas, y organizadas por la Daia, el Inadi o por profesores y alumnos.
Siento la obligación
moral de dar testimonio, por mis compañeros de infierno, porque las cosas deben
saberse para que no se repitan, por más que se repitan igual.
–¿Sí?, ¿entiende que se repiten?
–En otra escala, pero han sucedido episodios que tienen
la misma raíz, la intolerancia y la xenofobia, como los que pasaron en la
ex-Yugoslavia, en los Balcanes, en otros lugares, y hasta lo que pasó en el
país con el terrorismo de Estado.
–Sonia, usted tenía 12 años cuando los alemanes llegaron
a su ciudad natal, Smorgonie, y 14 cuando fue enviada a un campo de trabajo en
Lituania. ¿Por qué creía entonces que perseguían a los judíos?
–Los nazis presentaban a los ale­manes como la raza
elegida, y muchos de lo creyeron. Ellos pensaban que los no alemanes eran algo inferior. ­Nosotros lo sabíamos
antes de que llegaran, pero entre tanto, desde que empezó la guerra estuvimos
bajo el control de los soviéticos por el pacto que habían firmado Hitler y
Stalin para repartirse Polonia. Como mi padre tenía una fábrica de caramelos,
pade­cimos por nuestra condición de “burgueses”, aunque nada se pareció ya a lo
que vino el 21 de junio de 1941, cuando Alemania le declaró la guerra a la
Unión Soviética.
–(Edgar) Por cartas de nuestros parientes, cuando todavía
funcionaba el correo, sabíamos que a los alemanes, a medida que avanzaban, iban
identificando y separando a los judíos.
–Pero ¿sabían del horror que traían consigo?
–(Sonia) Nadie se imaginaba. En el gueto (Smorgonie) la
gente se juntaba a hablar, pero creía que no iba a durar mucho, y preferían
creer en otra cosa antes que en las malas noticias que por ahí se conocían. La
esperanza mantenía viva a la gente.
–(Edgar) Cuando se está vivo se piensa en cosas buenas.
Además, los alemanes hacían las cosas para que la matanzas quedaran en secreto, hasta asesinaban a
testigos que no eran judíos. Al principio las matanzas eran en fosas y estaban
a cargos de grupos de SS preparados para eso. ­Pero los soldados comenzaron a
emborracharse y algunos desertaban, por eso pasaron a las cámaras de gas.
Quienes hacían este trabajo tenían prohibición de hablar, ¿pero no cree que
alguno le decía algo a su señora? Había gente que sabía lo que
pasaba, pero nadie decía nada. Acá se sabía lo que pasaba en tiempos de
militares, ¿y alguien hizo algo? No fue sencillo llegar a la conclusión: ya que
nos van a matar, tenemos que resistir, como pasó en el gueto de Varsovia.
–(Sonia) Además, si alguien quería ayudarnos, les
quitaban los bienes y los castigaban con la muerte.
–(Edgar) Por eso, toda la admiración para aquellos que se
animaron a ayudar a un judío, a salvar una vida. para esa gente fue hecha la
Vía de los Justos, en Israel.
–(Sonia) Había mucho miedo a ser denunciado. Cuando
alguien escondía a otras personas, tenía que alimentarlas de su propia comida,
porque si compraba más de lo que supuestamente necesitaba era denunciada. Si
alguien sabía algo tenía que informar.
El acecho de la muerte
Ambos nacieron en puntos distantes de Polonia (él, en
Dziedzice) y eran todavía casi niños cuando la guerra les arrebató la
inocencia. La banda con la estrella de David en un brazo, los identificó y los
acorraló.
El padre de Edgar, Mauricio, después de que los echaran
de su casa y fueran a parar a un gueto, consiguió que escaparan hacia la casa
de campo que pertenecía a la familia. La calma rural parecía que los había
puesto a salvo, pero no era así.
“Un mediodía iba en bicicleta a buscar la comida para el
capataz de la obra vial donde estaba obligado a trabajar, cuando me pararon
unos soldados. Les expliqué y me dejaron seguir para que el administrador no se
quedara sin comida ni bicicleta, con la promesa de que luego me presentaría
ante las autoridades. Cuando volví con la comida, encontré allí a mi padre
muerto a balazos. Había ido a avisarme que habían matado a mi madre y al resto
de la familia. Recuerdo que caminé como 14 kilómetros atontado, Había oído
historias como esta, pero pensaba que nunca me pasaría a mí”.
De todas las atrocidades que Edgar vivió durante la
segunda gran guerra del siglo 20, ninguna se compara a la de aquel día, aun
cuando varias veces estuvo a punto de perder la vida. Pasó por ejemplo, cuando
estaba en el campo de Plazow, en Cracovia, Polonia. “Estábamos rompiendo
piedras en el camino. Empezábamos al amanecer y, a veces, no terminábamos hasta
las 11 de la noche. Aquella vez estaba al borde del desmayo y caí rendido.
Cuando abrí los ojos vi una pistola y un soldado que intentaba disparar sobre
mí, pero la bala no salió”, cuenta.
“Estoy vivo porque tuve suerte”, dice. Y es que muchas
veces la muerte le rozó la piel, desde cuando caminaba desnudo en las
selecciones fatídicas que se hacían en Auschwitz, hasta en Mauthausen, un campo
ubicado ya en Alemania, donde llegó a pesar apenas 40 kilos. “Un día me tiré a
morir en el piso, como hacían muchos, Un médico del lugar me gritó que me
levantara, que la guerra ya terminaba. En Ebensee, donde finalmente me
liberarían, nos daban por día 125 gramos de pan molido y un litro de agua con
cáscaras de papa. Cuando llegaron los norteamericanos, estábamos desesperados
de hambre y con un grupo salimos a buscar alimentos. Cuando volvimos, al campo
nos enteramos de que habían repartido comida y que ya no quedaba más. Lloramos
de impotencia, pero al día siguiente vimos que la comida había sido tan
abundante en grasas, que murieron como 600 personas”.
Mientras tanto, Sonia vivía su propia versión del
infierno: pasó también por campos de trabajo primero, y luego de concentración.
Siempre sentía miedo de que en un momento se la llevaran, pero sólo tiempo
después descubrió cuán cerca había estado de ser exterminada. “Una tarde nos
separaron en grupos. De pronto, se acercó un alemán y me levantó una pollera
larga que lleva puesta (nos habían obligado a vestirnos rápido con cualquier
ropa después de bañarnos); luego me cambió de grupo. Tiempo más tarde me daría
cuenta de que el alemán comprendió por mis piernas que estaba en condiciones de
trabajar y me sacó de entre los condenados a morir”, recuerda.
Sonia había quedado junto a su madre luego de ser
separada de su padre y de un hermano más pequeño que sería asesinado por los
alemanes, pero no lo supo hasta el final. Ni ella ni su madre sabrían, cuando
les tocó caminar en una de las llamadas “marchas de la muerte” que toda la
familia iba en ella (incluido un hermano mayor).
“Estábamos en Alemania, en dos campos diferentes, por eso
íbamos juntos sin saberlo. Se llamaban ‘marchas de la muerte’ porque
caminábamos noche y día y muchos iban cayendo. Dormíamos caminando: los que
estaban al lado, la agarraban a una bien fuerte de los brazos, y una dejaba que
los ojos se cerraran por el sueño”.
En una de esas marchas, los soldados comenzaron a
desaparecer hasta que los prisioneros quedaron solos. Estaban por fin libres.
“Cuando los norteamericanos bombardeaban el campo, no sabíamos si tener miedo o
satisfacción por ver a los alemanes tirarse al piso, llenos de miedo”.
Edgar también dejó Auschwitz en una “marcha de la
muerte”, provocada por el avance de los rusos. “Nos llevaron a Austria, donde
se cavaban túneles con dinamita, sin protección. Una mañana nos reunieron en la
plaza del campo y nos dijeron que iban a meternos en las montañas para
protegernos, pero un prisionero gritó que no fuéramos, que nos matarían a
todos. Lo asesinaron, pero él nos salvó. Los alemanes se marcharon y nos
dejaron allí”. Edgar fue liberado el 6 de mayo de 1945, el día que cumplía 21
años.
Fue a uno de sus nietos, Darío, a quien se le ocurrió la
idea de pedirle que lo llevara a Polonia. Edgar le dijo que sí, pensando en que
la idea no prosperaría. Pero tomó cuerpo y un día se vio junto a Sonia,
acompañados por un grupo de familiares, de regreso a los escenarios del
espanto.
“Todo era muy diferente, difícil de reconocer. El campo
donde habían matado a mis padres estaba bajo las aguas de un dique. Auschwitz
era un museo, y si bien estaba la barraca donde estuve, todo se veía distinto.
No es lo mismo ver una barraca vacía”, cuenta.
Volver no cambió sus sentimientos. “No soy rencoroso, No
le tengo bronca a nadie, y aunque a veces grite o me enoje, se me pasa
enseguida. Nunca tuve esa carga de odio y venganza, ni siquiera en los días que
siguieron al final de la guerra”, dice bajo la mirada de su esposa.
Sonia y Edgar no han perdido la costumbre de pasear por
la plaza de Alta Córdoba, la misma que cobijó su amor cuando por fin se
reencontraron, hace ya 65 años. Pasan del brazo como dos vecinos más entre el
gentío de los domingos, Miran los días como todos, si es posible de cara al
sol, sólo que sus ojos guardan la memoria más atroz de la humanidad, pero
también la eterna y porfiada luz de la vida.
En Plazow, con Schindler
“Ni un libro ni una película ni un relato puede expresar
lo que pasaba”, dice Edgar Wildfeuer, ya acostumbrado a lo más que difícil que
es transmitir lo que vivió.
De todos modos, hubo una película emblemática que intentó
un retrato profundo de los días del Holocausto: La lista de Schindler, de
Steven Spielberg, de 1993. “La película es verdadera, refleja la realidad”,
dice.
El filme muestra la historia del gueto de Cracovia, el
campo de concentración de Plazow y el de Auschwitz, un itinerario similar al
que trazó Edgar, quien trabajó por unos días en una de las fábricas que estaban
bajo la protección del alemán Oscar Schindler. “El recibió dinero de judíos
para montar su empresa, pero puso quizá mucho más cuando pagó para salvar a
casi mil judíos, muchos más de los 300 que tenía trabajando en su fábrica”,
cuenta.
Edgar conoció a Schindler (en la película, interpretado
por Liam Neeson), incluso una vez le acercó “schannaps”, aguardiente alemán,
para calmar un malestar estomacal. También fue algo más que testigo durante la
matanza de judíos del gueto de Cracovia: “Debí cavar fosas para enterrar a los
muertos, durante muchas horas, pero no me quedé a ver cómo terminaba la
operación por miedo a que también me mataran a mí; conseguí diluirme entre la
gente”, recuerda.
El comandante de Plazow, era Amon Goeth (interpretado por
Ralph Fiennes). “Un psicópata asesino, tal como lo muestra la película.” Cuando
volví a visitar la zona donde funcionaba el campo, todavía estaba el chalet
desde donde practicaba tiro con los prisioneros. Si tropezaba con alguien del
que no le gustaba algo, lo mataba. Como pasó un día durante una formación: uno
de los muchachos tenía dolor de muelas y se había atado una bufanda alrededor
de la cara; entonces, el comandante sacó la pistola, lo mató y dijo: ‘Sigan
trabajando’”.
Aunque no tenía experiencia como carpintero, Edgar pudo
hacerse pasar por uno y logró trabajar bajo techo, condición que le permitió
preservar la vida incluso cuando fue trasladado a Auschwitz.